martes, 8 de diciembre de 2015

Odio





A veces me odio a mí y a mi suerte.
Te odio a ti, a ti y seguro que encontraré
razones para odiarte a ti también.
Detesto encontrarme a alguien que aprecio
y por vergüenza, ninguno llegamos a saludarnos
a pesar de que las ganas nos abran las carnes.
Odio que me despierten a voces
cuando sueño que sueña conmigo.
Me recrimino, cada tres noches en vela,
ser un cobarde desde hace meses
por no decirle que no la olvido
a pesar de que, seguramente,
para ella ni siquiera existo.
Me toca los cojones el primer día de invierno
y esa sonrisa burlona de “ya está llegando el frío”
como si yo adorase los tiritones
en la nuez, la tristeza o los tobillos.
Me cabrea, estoy totalmente seguro
de que me cabrea, la telilla de la leche
y la soledad de sentirme una gota del rocío
entre tantos rayos de sol.
No aguanto una cerveza a medio acabar,
una carcajada contenida más de lo necesario,
no aguanto el silencio de la oscuridad
ni la negrura de algunas silencios,
ni tampoco no poder bailar con los ojos
porque están ahogados en lágrimas.
Aún no sé contener esa gigantesca estampida
que se despierta en mi corazón esas tantas veces
que la cago o que, peor todavía, me consume
la paranoia de creer que no soy capaz
de arriesgarme a dar un paso más.
Solamente uno. ¿Luego?
Luego ya veremos.
Me retumba en la sesera el reloj de mamá
marcando el tempo de sus historias sobre el abuelo
y odio no poder recordar su risueña voz.
Me molesta esa gente que se queda en la puerta
que ni sale ni entra como si el mundo
estuviese atado por hilos a la punta
de sus dedos.
Me duelen esas notas en mitad de la canción
tanto y con tanta violencia como ese ‘adiós’
que en realidad sólo es un ‘hasta luego’.
Me revientan las utopías y los que se las creen,
odio los ‘ese no es el camino, te lo digo yo’
y los ‘el tatuaje te va a doler’ sin siquiera
tener tinta contando historias sobre la piel.
Me hierve la sangre sólo de pensar
en el camino recto de la vida,
en la libertad con condiciones,
en las cadenas oxidadas,
en los abrazos vacíos
y en los que bailan alegres
pisando las flores del de al lado.
Para mí, el azar es un insulto
tanto como la rutina,
tan cruel como que el hombre del tiempo
pronostique un diluvio el viernes
y las cornisas de los tejados sigan secas.
Odio mis renglones torcidos por no saber
pedir perdón y si demasiados permisos.
Me molesta que en Navidad, sólo por ser Navidad,
haya que quererse más aunque sea de mentira;
y detesto que el 11 de Julio, sólo por ser un día normal,
sea raro querernos de una manera distinta.
No aguanto los límites que me imponen
las rozaduras de unos viejos zapatos de cristal,
me duele ver como cada madrugada la luz del alba
censura la sonrisa a los que luchamos
por alargar los días como jabatos.
Odio que a los críos les planten un árbol
en el centro de su conciencia,
en lugar de darle alas, raíces
y el cielo entero.
Me desquicia el crujir de los muelles
de mi cama esas noches en las que
el mundo ya no quiere saber nada
de nadie.  

Pero por encima de todas las cosas,
odio no darme cuenta día tras día
que eso que hacen llamar ‘vida’
es lo que transcurre entre
odio y odio.

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