La ponzoña que cubre las sábanas
las noches
frías de invierno,
ese desdén
que niebla la luna
y se acopla
en las heridas,
la tristeza
que sangra pero no ciega,
esa muerte
que ni es muerte ni es vida.
Un corazón
ennegrecido que cada anochecer
se convierte
en banquete para los cuervos,
una sonrisa
en carne viva
que no se
deja querer cuando sueña,
un mundo
interior que poco a poco se ahoga
en esos charcos
que no sirven de espejo.
Un pie que
nunca deja huella
y, por más
que ande, no encuentra sendero;
una puesta de
sol en blanco y negro
descrita por
un poeta sin inspiración,
llovizna,
llueve y se acerca tormenta;
se oye el
graznar de los cuervos.
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