La oscuridad me marea cuando ando. Y
hay mucha oscuridad; demasiada más de la necesaria para saber si lleno los
pulmones de aire o de veneno. Hace frío, el sol ahí fuera se estampa
violentamente contra mi ventana, escupe sobre la persiana bajada sin pararse ni
un momentito. La inestabilidad, que es más negra que el cielo en un día de
tormenta, da color a las paredes. Me marea. ¡Ah! ¿Dónde…? Parece que estuviera
en mitad del desierto con los ojos vendados. Frío y más frío en el alma.
La desesperación, acompañada de una
maravillosa melodía de piano, me susurra entre la nada para que siga el camino
que ella ya ha dictado. En mis pies se clavan esos falsos “te quiero” y esos
“te echo de menos”; están en los huesos al parirlos y luego alimentarlos de mentiras.
Paso a paso; o eso creo, o quiero creer o simplemente los imagino dejando atrás
esas huellas que suelen irse tan deprisa como lo hace el oleaje del mar. Por la
noche, claro. Y hasta el silencio cruje para dejar de ser silencio por unos
segundos.
La oscuridad me marea, todos los días.
Justo ahora, en este instante que acaba de pasar. La cordura se vuelve
intermitente. Y descubro que hay algo que hará la oscuridad menos temible y
angustiosa. Hay, lo hay y está ahí. La tenía todo este tiempo, no me había
percatado. Y ahora es más grave no haberme dado cuenta antes porque es cuando
más útil me puede ser. Se hace una luz pequeñita, justo la suficiente para
empezar una revolución. Usé mi pequeña arma. Que no, no me hizo ganar pero aún
sigo en pie. Desde entonces, cada vez que me mareaba la oscuridad, sonreía. Una
sonrisa, la suficiente para empezar una revolución.
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