domingo, 1 de julio de 2012

Frío


Frío. El día era frío como ese último adiós que tanto tememos. Pero el sol brillaba dando puñetazos en la cara. Andaba yo despacio por aquel paraje de caminos hechos de piedra, fango y poco más. Ya caía el día dando sus últimos golpes. Yo seguí caminando con el mismo equilibrio con el que piensa un enamorado: de bandazo en bandazo, de pasos torpes a pasos más torpes, de recuperar el paso firme a besar el suelo demasiado rápido y de forma poco romántica. Caí. El pantalón rajado, las rodillas y los tobillos sangrando a cuentagotas, pero gota a gota perdí la cuenta. Lágrimas cálidas caían ojos abajo ordenaditas como si fuesen soldados que iban a librar la batalla de sus vidas. De repente oí pasos rápidos acercarse. Eras tú. Seguía sangrando. Te acercaste y te sentaste junto a mí. Me arropaste. Me cogiste de la cabeza y me acariciaste. Yo sólo lloraba y lloraba. Quería y necesitaba llorar. Me acariciabas el pelo. Dulce placer. No había una palabra en aquel lugar, ni siquiera un simple intento. No había más que un crío llorando al que mirabas con tristeza y con amor, al mismo tiempo. Tú me arropaste y sólo necesitaba eso. Dos hermanos, sólo eso. Cada lágrima que he llorado junto a ti, sólo es un ‘te quiero’ dicho a mi manera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario