Frío. El día
era frío como ese último adiós que tanto tememos. Pero el sol brillaba dando
puñetazos en la cara. Andaba yo despacio por aquel paraje de caminos hechos de
piedra, fango y poco más. Ya caía el día dando sus últimos golpes. Yo seguí
caminando con el mismo equilibrio con el que piensa un enamorado: de bandazo en
bandazo, de pasos torpes a pasos más torpes, de recuperar el paso firme a besar
el suelo demasiado rápido y de forma poco romántica. Caí. El pantalón rajado,
las rodillas y los tobillos sangrando a cuentagotas, pero gota a gota perdí la
cuenta. Lágrimas cálidas caían ojos abajo ordenaditas como si fuesen soldados
que iban a librar la batalla de sus vidas. De repente oí pasos rápidos
acercarse. Eras tú. Seguía sangrando. Te acercaste y te sentaste junto a mí. Me
arropaste. Me cogiste de la cabeza y me acariciaste. Yo sólo lloraba y lloraba.
Quería y necesitaba llorar. Me acariciabas el pelo. Dulce placer. No había una
palabra en aquel lugar, ni siquiera un simple intento. No había más que un crío
llorando al que mirabas con tristeza y con amor, al mismo tiempo. Tú me
arropaste y sólo necesitaba eso. Dos hermanos, sólo eso. Cada lágrima que he
llorado junto a ti, sólo es un ‘te quiero’ dicho a mi manera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario