Cobarde. Cobarde. Cobarde es lo que se susurra al oído cada segundo. Y así se siente. Al borde del precipicio sin poder dejar de mirarlo, de intentar calcular la altura y las heridas que le provocará si el viento le empuja o si decide tirarse. No puede dejar de imaginar que cae lenta, muy lentamente y que va a morir por dentro. Tiene miedo, con todas las letras. Cada noche al dormir, ya no imagina que es feliz. Sueña que se ahoga y que se encharcan sus pulmones. Calcula cuanto tardará en dejar de respirar y piensa cual será la última estrella que verá antes de morir por dentro. Cobarde.
Se pregunta si realmente él merece eso. Se pregunta, entre puñetazo y puñetazo a la pared, si es esto lo que le espera. Si algo cambiará. Si existe o existirá algo que le haga sentir bien. Se pregunta, pero no tiene las respuestas. Se desespera, llora y muere por dentro. Le agobia el tiempo, juega a seguir las agujas del reloj esperando que algo cambie. O quizás, todo lo contrario. Igual busca que todo se quede tal y como está, busca estabilidad. Asumir su tristeza y a partir de ahí, salir a flote y buscar la felicidad.
Siente el fuego. Se paraliza y sus piernas no responden. Se acerca lentamente y él, asustado, no puede ni huir. ¡Ni huir! Se quema y no grita. El corazón hecho cenizas y no grita. Solo se grita a si mismo, cada día, cobarde. Tiene miedo. Mucho. Pero en el fondo sabe que no es ese tipo de dolor el que le asfixia.
Ni siquiera él lo piensa, pero sabe perfectamente que es verdad. Duele caer, ahogarse y quemarse. Claro que duele. Pero hay algo que le martiriza más que todo ese dolor. El miedo de que cuando esté tirado en ese precipicio, cuando se esté quedando sin aire o que cuando el fuego apague sus ganas de vivir nadie lo recoja. Teme acabar solo. Y en este momento, empiezan a caer las lágrimas.
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